UN CUENTO PARA EL DÍA DE SAN VALENTÍN

Larry y Jo Ann eran un matrimonio corriente. Vivían en una casa cualquiera, en una calle como todas. Como cualquier otro matrimonio común, luchaban para llegar a fin de mes y para dar a sus hijos todo lo necesario.

También eran como todos en otro sentido: se peleaban. Gran parte de sus charlas se referían a lo que no iba bien en su matrimonio y a cuál de los dos era el culpable.

Hasta que un día sucedió algo extraordinario.

—Fíjate Jo Ann, tengo una cómoda mágica, increíble. Cada vez que abro algún cajón está lleno de calcetines o de ropa interior —dijo Larry—. Quiero agradecerte que los hayas estado llenando durante todos estos años.


Jo Ann se lo quedó mirando por encima de las gafas.—¿Qué es lo que quieres, Larry?—Nada. Sólo que sepas que te doy las gracias por estos cajones mágicos. Como aquella no era la primera vez que Larry le salía con algo raro, Jo Ann olvidó el incidente hasta pasados algunos días.—Jo Ann, gracias por haber anotado tan correctamente los números en el libro de gastos este mes. Las dieciséis anotaciones son correctas: es todo un récord.

Sin poder dar crédito a sus oídos, Jo Ann levantó los ojos del calcetín que estaba zurciendo.

—Larry, si siempre te estás quejando de que anoto mal los números, ¿por qué ahora no lo haces?
—Porque sí. Sólo quería que supieras que me doy cuenta del esfuerzo que estás haciendo.

Jo Ann sacudió la cabeza y siguió con sus remiendos. Para sus adentros, masculló:

—¿Qué le estará pasando?

Sin embargo, al día siguiente, cuando Jo Ann hizo un cheque en la tienda, se fijó para asegurarse de que había anotado bien el número del cheque.

—¿Por qué de pronto les estoy dando importancia a estos estúpidos números? —se preguntó.

Trató de no hacer caso del incidente, pero el extraño comportamiento de Larry se intensificó.

—Jo Ann, la cena ha sido estupenda —le dijo una noche—. Te agradezco el esfuerzo. Vaya, si calculo que en los últimos quince años habrás preparado más de catorce mil comidas para mí y para los niños...

Otra vez fue:

—Jo Ann, la casa parece un espejo. Debes de haber trabajado muchísimo para que tenga tan buen aspecto.

Y hasta:

—Jo Ann, te agradezco que seas como eres. Realmente, me da mucho placer tu compañía.
Jo Ann estaba empezando a preocuparse. Se preguntaba qué se había hecho de los sarcasmos y de las críticas.

Sus temores de que a su marido le estaba pasando algo raro se vieron confirmados por la queja de Shelly, su hija de dieciséis años, que le comentó:

—Mamá, papá se ha vuelto loco. Acaba de decirme que estaba guapa con todo este maquillaje y esta ropa de estar por casa. No es propio de él. ¿Qué es lo que le pasa?

Fuera lo que fuere lo que le pasara, Larry no cambiaba. Casi todos los días seguía haciendo algún comentario positivo.

Pasadas varias semanas, Jo Ann se fue acostumbrando al extraño comportamiento de su marido, e incluso alguna vez se lo recompensó, a regañadientes, con un escueto «Gracias». Se sentía orgullosa de ir manteniéndose a la altura de las circunstancias, hasta que un día sucedió algo tan raro que la desorientó por completo:

—Como quiero que te tomes un descanso —anunció Larry—, voy a fregar yo los platos, así que hazme el favor de dejar esa sartén y sal de la cocina.

Después de una larguísima pausa Jo Ann contestó:

—Gracias, Larry. ¡Te lo agradezco muchísimo!Ahora el paso de Jo Ann era un poco más ligero, su confianza en sí misma iba en aumento e incluso, alguna vez, canturreaba por lo bajo. Además, parecía que ya no tenía tantos ataques de melancolía. «Me gusta bastante la nueva forma de comportarse de Larry», pensaba para sus adentros.

Aquí se acabaría el cuento, de no ser porque un día sucedió otro acontecimiento de lo más extraordinario. Esta vez, quien habló fue Jo Ann:
—Larry —dijo—, quiero agradecerte que durante todos estos años hayas ido a trabajar para que a nosotros no nos falte nada. Y creo que nunca te he expresado todo mi agradecimiento.

Larry jamás ha revelado las razones de su espectacular cambio de comportamiento, por más que Jo Ann se ha esforzado en obtener de él una respuesta, de modo que éste seguirá siendo, probablemente, uno de los misterios de la vida. Pero es un misterio con el que me encanta convivir.
Porque, ya veis... yo soy Jo Ann.

JO ANN LARSEN

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